Cuentan que el tirano de Siracusa Hieron II a mediados del siglo II a.C. no estaba convencido con una corona de oro que se había hecho fabricar. Creía que el orfebre le había timado y que no contenía todo el oro que éste aseguraba, así que hizo llamar al mejor matemático de la época, Arquímedes, para que le diera una solución. El genio se pasó días pensando cómo hallar la respuesta, ya que no podía fundir la corona para calcular la densidad, ni romperla para ver si estaba rellena de otro metal, hasta que un día, ensimismado al darse un baño, notó que el agua de su bañera ascendía al introducirse él: salió corriendo desnudo por las calles de la ciudad gritando: ¡Eureka, eureka! (¡Lo encontré!).
Había descubierto una manera de solucionar el embrollo: sumergiría la corona y dividiría el su peso entre el volumen de agua desplazado para calcular su densidad y saber si verdaderamente era de oro.
Así era este genio, tan perserverante y concienzudo que se cuenta que creó un sistema de espejos que focalizaban la luz del sol para churruscar los barcos que se aproximaran a la ciudad.
También es famoso el tornillo de Arquímedes, que permitía sacar agua hacia un lugar más elevado con una simple manivela (Da Vinci era un poco copiota eh?)
Algunos autores le atribuyen un tratado de clepsidras (relojes de agua) del que se conservan varios manuscritos que nos han llegado en versión árabe. Entre las clepsidras descritas, se incluyen algunos con automatismos variados: uno capaz de variar cada hora los ojos de un rostro humano, otro de accionar un verdugo que decapita a un grupo de prisioneros para marcar las horas y otro que mueve unas pequeñas serpientes entre dos árboles, hace silbar a unos pájaros y tocar a un flautista. Es una lástima que ninguna haya llegado al siglo XXI.
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